“Pero estoy todavía lejos de ellos
y mi sentido no habla a sus sentidos.
Soy para los hombres todavía
mitad loco, mitad cadáver.”
F. Nietzsche
Se habla mucho últimamente de la diversidad, de la importante necesidad de formar a las nuevas generaciones en el contexto de la educación inclusiva. Los reflectores apuntan con toda su luminosidad hacia existencias evidentemente “diferentes” (o diversas, según el sitio de las ideologías que elijamos para pronunciarnos): síndrome de Down, autismo, Trastorno por Déficit de Atención con o sin Hiperactividad, todas las “dis” que se nos ocurran en este momento (dislexia, dislalia, discalculia, etc., etc.) y otras más que no menciono, pero que tampoco niego.
La demanda del derecho a una existencia plena, al amor de los demás, a la protección de la sociedad y a la salvaguarda de la dignidad, acompaña la lucha de todos estos individuos que se reconocen diferentes; o que en su camino de vida habrán de reconocerse como tales en algún momento.
Pero en este texto yo no quiero hacer una apología de la diversidad, ni es mi deseo utilizar este medio para colocar en el centro de la atención estas condiciones mencionadas en el primer párrafo. No. Mi intención es llevar este escrito hacia el rumbo de la escuela, hacia el espacio institucionalizador de la “normalidad” por excelencia.
En los últimos años, el esfuerzo por lograr la conformación de espacios que integren alumnos con alguno de estos diagnósticos en las aulas ha ido sembrando mucha semilla. Cada día son más los docentes dispuestos a comprometerse con estas condiciones y, a pesar de la insuficiente formación profesional que se ofrece en las carreras relacionadas con la educación al respecto, estos docentes se esfuerzan y logran experiencias únicas y verdaderamente trascendentales en la historia de sus alumnos y de ellos mismos.
Sin embargo, existen otros individuos sin diagnóstico, sin permiso para la diferencia, que no logran acomodarse en este mundo. Son seres humanos cuyos cerebros traducen bajo otros términos la realidad que los envuelve. Estas personas no encuentran un sitio cómodo desde que son pequeños, ni en la familia ni lejos de ella. La escuela se convierte para estas personalidades en el eje de la imposición de pertenecer. Pero ellos NO pertenecen. “Es autista”, “Ha de tener TDAH”, “Para mí que es un alcohólico en potencia”, “Lo que falta es educarlo bien y hacerle entender que no puede andar así por la vida”.
Estas personalidades transitan por las instituciones escolares en la búsqueda de eco, de lugar, de compañeros similares, de maestros comprensivos, de espacios menos restrictivos, de actividades que les permitan vincularse, de momentos en los que la diferencia se sienta menos. Buscan afinidad, amistad, cercanía; pero nunca han pretendido la aceptación, pues nunca nadie les ha hecho considerar la posibilidad de que no hay nada malo ni equivocado en ellos. Lejos de esto, lo que mejor se les ofrece en la mayoría de los casos es una etiqueta. Cuando ya no se puede más a nivel familiar o institucional, cuando la diferencia de índole nietzscheana ya es intolerable para todos, se le cuelga al individuo una de estas etiquetas, con la humana intención de finalmente nombrarlo de algún modo y así dotarlo de sentido.
Existen un sinfín de etiquetas disponibles. Y siempre habrá alguna que acomode bien. Y ahí va uno más adscrito en el catálogo de los que no son iguales; uno más que habrá de dedicar su vida a disimular su diferencia, ocultándose en la interpretación de su etiqueta, negándose el derecho a la existencia. Darle sentido a una vida que tiene como cobro anticipado a la propia personalidad es un acto de renuncia, y casi nunca, o nunca, es voluntario.
En el marco institucional, la única posibilidad para pertenecer es aprender a ser igual. No estoy señalando el trabajo de los docentes, ni siquiera apunto hacia la tendencia pedagógica que prevalece en cada escuela; pongo en el centro al contexto institucional como tal, a lo que representan las instituciones en la construcción socio histórica del hombre, a la que se dedica todo un apartado en los libros de texto de Historia de educación básica: “ese momento en que se consolidaron las instituciones en el país”.
“Institucionalicemos la educación”, se dijo un día, y se acabó con el derecho a existir desde otras tesituras.
La escuela como institución no es en sí el problema, es todo el imaginario colectivo que envuelve a este concepto, el considerar que si un ser humano se “educa” en la escolaridad formal adquirirá las habilidades, capacidades, competencias, destrezas, sentimientos, deseos, pensamientos, inquietudes, posibilidades, hechizos, poderes, y todo lo necesario para vivir una vida de “éxito” (término que también merecería su respectivo análisis). La sociedad determina lo correcto y lo incorrecto, lo esperado y lo rechazado, lo permitido y lo negado; y más que a través del consenso, parece estereotiparse la vida a través de un juego de subterfugios para huir de lo que no entendemos, de lo que nos asusta, de aquello que creemos que es una amenaza o que requiere de un gran esfuerzo.
La Educación Libre en el marco institucional que propongo es un posicionamiento frente a la mediatización de la escuela. No pretendo negar su relevancia, pues sigo considerando fundamental que el ser humano pertenezca a lo social, y esa es la función de la institución escolar. Sin embargo, propongo otros caminos en los cuales pertenecer no implique una renuncia, en el que la diferencia sea motivo de autoconstitución y de definición de los alcances de un “mí mismo” que no tiene que ahogarse bajo el peso de los demás, de esos otros que han tenido la facilidad de circunscribir su existencia en el modo “normal” de la sociedad y que miran con desconfianza lo diferente.
¿Me tengo que convertir en artista para darle un sentido a esta otra manera de asomarme al mundo? ¿En filósofo, sociólogo, antropólogo? ¿En luchador social? ¿Me refugio en la ciencia? ¿Cómo puedo colocarme dentro sin diluirme? ¿Qué aporto a los demás cuando develo lo que pienso? ¿De verdad debo esconderme, y sentir culpa cada vez que no lo consigo? ¿Cuál es, ha sido o será el precio de mi existencia?
La educación inclusiva, la moral y la creadora se confabulan en la Educación Libre para convertirse en un puente que permita a cualquier familia que está sintiendo que no encuentra el camino, que se están conflictuando con un hijo o hija que funciona diferente pero que no “aplica” para algún diagnóstico y que se ha etiquetado como difícil, como ingobernable, como antisocial, como hiperactivo, etc., un puente, decía, que permita, facilite o construya una comunicación útil entre los actores involucrados para aminorar la ansiedad, traducir la diferencia sin alterarla, sin desdibujarla, y ayudar a colocarse con dignidad a estas personalidades.
La infancia, la maternidad, la paternidad, la escuela no deben ser espacios de un drama colectivo que sucede a consecuencia de esta necedad de institucionalizar las ideas. Podemos pertenecer sin empeñar lo que nos hace diferentes, podemos pertenecer sin causar angustia en las expectativas del otro, podemos pertenecer con todo lo que somos si alguien nos abre el espacio, podemos pertenecer sin tener que asumirnos “mitad locos, mitad cadáveres”. Y esa es mi propuesta…, porque siempre hace falta la otra mirada.