“-Yo soy yo, yo soy yo…
El joven callaba, no se movía y advertía
la triste falta de contenido de la afirmación
de la chica, en la que lo desconocido era definido
por sí mismo, por lo desconocido.”
M. Kundera
Y de pronto la vida torció el rumbo y la cotidianidad adquirió el tono de los grandes acontecimientos, y las noticias perdieron el sabor a información, y el Facebook se convirtió en la sección de esquelas de la comunidad, del resquicio último para la socialización pandémica. Y en medio de esta vorágine que ahora ya lleva doble cubrebocas porque así dijeron los güeros del norte más alto en el dibujo de un mapa (ridículo mapa de antiguas geografías y geopolíticas y culturalidades), en medio, decía, de esta tormenta de continuos reloaded, la escuela, cuando menos en México, guarda un gesto de estabilidad…
A la manera de cada institución, incluso en la ausencia de las mismas, la escuela se sostiene y ha logrado, al paso de casi un año ya de haber abandonado su espacio físico, crear una nueva forma de existir. Niños, jóvenes, docentes y padres de familia hemos integrado esta nueva manera y en las casas se tejieron ya rutinas que acompañan las nuevas circunstancias: unos tienen todo el día de clases frente a la pantalla, otros acuden a la virtualidad solamente un par de horas al día, otros más reciben por diferentes medios actividades para realizar en casa y entregar después, algunos no asisten a ninguna plataforma ni reciben actividades y su rutina también ya se ha constituido bajo otros intereses y con otras tesituras.
De una u otra forma, este prolongado cierre de los edificios de las escuelas nos ha permitido vivir el ciclo completo de los duelos y hemos podido comenzar a transitar por los días de covid con mayor conformidad, resignación y entendimiento.
Quizá lo externo se volvió inasequible, quizá la imposibilidad de hacer planes a futuro se mantenga, quizá la incertidumbre en cuanto al final de todo esto aún no se disipe… Sin embargo, el no haber tenido que ir y venir de un sistema de vida a otro, del virtual al presencial y viceversa, ha sido un acierto; y estoy totalmente segura de que ningún funcionario se planteó este panorama cuando se tomaron o se toman decisiones con respecto a la reapertura de las escuelas. Es uno más de los descubrimientos que vamos haciendo mientras andamos el camino.
Las religiones o cualquier filosofía que pretende un crecimiento espiritual del ser humano, sugieren que aprendamos a ver lo positivo de la existencia: “El hombre que mira lo bueno de las experiencias vive una buena vida; aquel que solamente contempla lo malo, vive una mala vida.” Y en medio de este olor a muerto de los días presentes, sostengo que existen ganancias; y el haber mantenido los espacios físicos escolares cerrados prolongadamente, ha sido una de ellas.
Entonces la escuela se erige nuevamente como la institución que normaliza la existencia. En la voz de Meirieu: “La escuela y su función de institucionalizar la vida: cuando hay tres niños y un jabón se requiere de la escuela para mediar lo que vendrá”. Y estos días, para quienes continúan participando de su comunidad educativa vía virtual, la escuela se ha reconvertido y permanece como la gran institucionalizadora de la existencia.
Más allá de lo que Tonucci con toda su ternura proponía respecto a los nuevos aprendizajes o prioridades para los tiempos de pandemia (aprender a cocinar y otras cuestiones por el estilo), en la realidad somos una gran mayoría de padres de familia quienes no estamos posibilitados (por mil razones diferentes) para transitar por este curso de acción. Y somos muchos, muchísimos, quienes nos recargamos en estructuras de índole institucional, formal, de corte obligatorio y de firmes lineamientos, para organizar el resto de la existencia.
Y a ese primer arranque complicado, abalanzado, como avispero que sale enloquecido cuando el panal es atacado, sin objetivo claro, pero con todas las mejores intenciones, me refiero a esos meses (marzo a junio) de inicio de pandemia y de cierre de ciclo escolar, le siguió la angustia del regreso virtual en agosto, la tristeza, la negación, la rabia de que el mundo dejó de ser ese algo manipulable, en el que uno se levantaba por las mañanas con aquella consigna de “Haz de tu vida algo productivo, chingón. Está en tus manos lograrlo.”, y ZAZ que el mundo te azota la puerta en la cara.
Pero poco a poco vamos viendo la resignación, y las sonrisas de los niños aparecen en las pantallas, y ya hay nuevas formas de “echar relajo”, y ya se escuchan comentarios en tiempo presente en boca de los niños que comparten la existencia en la virtualidad, la vida del grupo, las consignas del maestro, el sentido de las actividades, y hablan en tiempo pasado de sus salones físicos, del lugar donde se sentaban, de aquello que pasaba en un tiempo lejano llamado recreo.
Y la cabeza ya no duele tanto, y los maestros ya planean diferente, manipulan los dispositivos como antes controlaban hasta la respiración del grupo en el aula presencial, y comienzan a desprenderse de los viejos estilos que ya no funcionan, y muchos están creciendo en lo humano junto a sus alumnos.
Y todos vamos reconstruyéndonos y aprendiendo a ser y a estar, a vivir el día de hoy con lo que tiene, a disfrutar la presencia de los otros cuando es posible, a añorar sin desgarrarnos lo que hubo antes, a dejar ir lo que ya no se pudo, a despedir a los muertos, a esperar a los vivos.
Y así, miramos el vaso medio lleno… y nos adjudicamos el derecho de dotar a la locura de sentido.