“El grito busca en la soledad de la
noche una respuesta en el Otro.
En ese sentido, incluso antes de
aprender a rezar y aún más
en una época en la que rezar ya no
se parece a la respiración, somos una
oración dirigida hacia el Otro.”
M. Recalcati
Hace una veintena de años, escribí un ensayo en el que pretendí hacer un análisis del alcance del ejercicio docente en la vida de los alumnos, de la trascendencia del discurso del maestro en la existencia y conformación de la personalidad de cada uno de quienes se encuentran, durante un ciclo escolar, bajo su tutela. El ensayo se titula “El poder del maestro”; a éste le siguieron una infinidad de otros escritos en los que fui ahondando en el papel que el docente ejerce y, finalmente, en los motivos que lo llevan a elegir una profesión mal pagada, que exige demasiadas horas de trabajo, que implica una gran responsabilidad social que no todos estamos dispuestos a asumir, y que carece de un estatus “alto” en el universo de las profesiones. ¿Es acaso que la dichosa “vocación” realmente existe?
En fin, este derrotero tuvo como desenlace un boceto del perfil del docente en el que se dibuja a un ser humano que pretende, de manera por supuesto inconsciente, encontrar en el ejercicio de su profesión un alivio a su inseguridad personal, a sus carencias afectivas, a su necesidad de reconocimiento.
No pretendo desarrollar estas ideas en este texto. Abro con ellas pues me propongo continuar el camino trazado en mi texto de la semana anterior en el que se hace un exhorto a los educadores a dar por finiquitado un sistema pedagógico para construir uno nuevo partiendo de lo que la pandemia ha tenido a bien escupirnos en la cara en cuanto a lo que significa la escuela para nuestros alumnos, lo que quiere decir aprendizaje y lo que parece que se traduce como conocimiento y como cultura viva.
Si el ejercicio, consciente o no, del poder dentro del aula por parte del docente es uno de los atractivos que ofrece esta profesión, si el intercambio de afecto y reconocimiento lo resucitan todos los días cuando siente que ya no puede más continuar su lucha contra la ignorancia, la irresponsabilidad, la desmotivación, la falta de compromiso que se percibe en los grupos (en algunos más, en algunos menos), si su traje de superhéroe se ha de lucir de forma presencial y frente a grupo…, ¿qué le queda a este personaje para darle un sentido a su labor en estos días de pandemia, de contingencia, de “Quédate en casa”?
Y entonces nos encontramos con miles y miles de docentes que, motivados por sus carencias afectivas, se han conformado en un ejército hermoso, digno, dignificante y dignificador del acto educativo. Y encuentran la manera de vencer la “sana distancia” y encontrarse con sus alumnos, y se aparecen en las pantallas con las mejores intenciones convertidas en escenarios magníficos virtuales, y hablan con cariño a esos pupilos que derrumbados por la tristeza de no poder asistir a las escuelas, y aprenden y aprenden y aprenden a usar la “tecnología”, a vincularse virtualmente con aquellos que habrán de reconocer (esperemos que así sea) en su momento, el esfuerzo loable del docente.
Y en el camino, este maestro amoroso, dedicado y comprometido, comienza a verse rebasado porque hay algo que no cuadra; porque descubre que no es viable trasladar la escuela presencial a la virtual; que no es posible hacerse cargo de todas las tareas, de todo el currículum escolar, de la planificación de sesiones virtuales, de la desmotivación de sus alumnos, del incumplimiento de algunos (o muchos), incluso, a veces ni siquiera es capaz de lograr que muestren su rostro encendiendo sus cámaras…
Y entonces, este maestro que ha trastocado sus inseguridades en vocación profesional descubre, sabe, intuye, siente, piensa, percibe que no es posible continuar así con la enseñanza, con el vínculo virtual, con la escuela a la distancia. Lo sabe y, sin embargo, continua en la misma posición, desde la misma trinchera, llenando el classroom de tareas, tareas que se convierten en una ligera tensión en sus alumnos, los cuales, llenos ya de sentimientos de tristeza por la ausencia de la escuela y sus amigos, de angustia por todo este hedor a enfermo que nos rodea, de miedo por la muerte que acecha en forma de virus, de frustración, de enojo, de ansiedad, este alumno que ya no tiene espacio para la tensión de la tarea, estalla en llanto y se estresa y no la entrega y no abre su cámara y quiere pero ya no quiere, nunca quiso, esta escuela con forma de pantalla, con sabor a distancia…
Y este maestro, decía, sabe que es el momento de movilizarse, de proponer, realizar y sostener otro tipo de escuela. Que ya no es el contenido temático, la tarea, la buena conducta, la participación en clase, las exposiciones, la letra bonita, la buena ortografía lo que importa, lo que vale la pena, lo que necesitamos todos en estos días de pandemia. Pero nadie se atreve a romper con la inercia, a decir “Ya basta”, a sostener y fundamentar algo diferente. ¿Por qué? ¿Es simplemente una reacción al cúmulo de inseguridades y carencias que de por sí conforman la personalidad del docente?
Proponer y SOSTENER requiere mucha entereza, requiere saber posicionarse frente a los otros, requiere soportar las dudas propias, responder a las ajenas, llenarse de una certeza que, soportando la incertidumbre de su porvenir, se erige y señala un rumbo… ¿equivocado?, ¿acertado? ¿Lo estoy haciendo bien? ¿Estoy seguro de que estoy tomando la decisión correcta? ¿Puedo cargar sobre mis espaldas la responsabilidad del presente y futuro de mis alumnos? ¿Sobre qué cimientos construyo mi nueva pedagogía? ¿Hasta dónde se vale ser y hacer diferente?
No cualquiera es capaz de colocarse así de frente a esta pandemia y decir y proponer y hacer y sostener teniendo de la mano a unos alumnos que no quieren clases presenciales mal convertidas a virtuales, que no quieren más pantalla sino más calidad en el tiempo de la convivencia, que están aprendiendo a construirse como una colectividad a la distancia. No es tarea sencilla tomarlos de la mano y anunciar al mundo que se cambia el objetivo, la senda, la ruta antes marcada que no nos lleva a donde necesitamos, que buscaremos otras formas, que aprenderemos a hacer camino y que no podemos garantizar que se cumpla con aquellos contenidos muertos del currículum escolar que, por muy “modernizado”, sigue fundamentado en una generación de docentes y de alumnos que hace ya algunos años que no existe…
Relevante, maestros, ponernos de pie y reescribirnos, redefinirnos, argumentar, probar, reestructurar. Sé que el camino administrativo es complejo, que las autoridades, en la gran mayoría de las ocasiones, no sólo no entienden, sino que complican y desmotivan las intenciones; sin embargo, la fundamentación es siempre esencial y puede ser un factor de convencimiento, de persuasión, relevante. Argumentemos, maestros, construyamos una práctica que se sostenga a sí misma, que convenza desde la experiencia, desde el conocimiento, desde el análisis y de la propuesta.
Y hoy, la tarea es inmensa, pues además del rol docente, estamos (queramos o no) viviendo y contribuyendo a la transformación del alumnado, unos educandos que atraviesan por una de las épocas más difíciles y bizarras de su existencia, pero que, inevitablemente, con esa habilidad y capacidad humanas para adaptarnos a los contextos más adversos, están creando un nuevo personaje: el alumno virtual, en su escuela virtual, con su maestro virtual que inunda de realidad la vida, pero que no tendría que ser a través del trabajo escolar, de tareas y presión… Pensemos cómo llenar de realidad y presencia la vida de los niños, de esperanza, de posibilidades. Démosle otro objetivo a nuestra labor. Este mundo actual, convulso y desesperado, lo necesita.