“Todas las luces podrían estar apagadas: las de los
buques y las de las calles, las lamparillas de los
enfermos y los cirios de las iglesias. Y las escasas
lámparas que aún arden tiemblan de miedo en el
horizonte. En esa completa oscuridad, cuando se
trata para nosotros de morir lo menos posible,
nuestra tarea consiste en recobrar, a tientas,
humildemente, la forma eterna de las cosas.”
M. Yourcenar
La pandemia como tendencia literaria es uno de los temas más prolíficos de los últimos tiempos. Y es por demás evidente la razón de ello: uno escribe para tratar de entender, para organizar, para construir y reconstruir la realidad, para inscribirse en ella de alguna manera. La pandemia es un fenómeno que nos ha trastocado el universo por completo, que nos ha colocado de frente a lo absurdo de la existencia con un descaro impresionante, casi inaguantable. Y me atrevería a insinuar que esto es aún más fuerte entre quienes nos dedicamos a la educación (decir que uno se dedica a la “educación” es siempre pretensioso, pues a educar nos dedicamos todos, queramos o no) y que formamos parte de alguna institución educativa.
La pandemia y la escuela virtual han puesto de manifiesto la enorme brecha entre educando y educador, por más que este último se considere de vanguardia, humanista, diferente, propositivo y todos los demás adjetivos que puedan catalogar a quienes proponemos una manera diferente de entender y de vivir el acto educativo, pedagógico, formativo, docente. La pandemia y la escuela virtual nos han develado la distancia enorme que hay entre los objetivos del maestro y los motivos del alumno. Para ser más clara debo explicitar que me refiero a estudiantes de educación básica, a niños y niñas desde preescolar. No incluyo al nivel superior pues uno pensaría de antemano que, al elegir una carrera está de por medio el gusto por la misma y el deseo de aprender (no quiero cuestionar aquí si esto realmente es así). Mi comentario es referente a los pequeños que han de ver a la educadora a través de la pantalla, a los chicos de primaria que perdieron el recreo para conservar únicamente al profe y sus tareas, a los adolescentes privados de esconderse en el baño para aprender a usar un cigarrillo.
Cerramos las puertas de las escuelas y los maestros nos quedamos con un cúmulo de estrategias para mejorar nuestras clases, para seducir a los alumnos, para hacer menos pesada la vida académica; y resultó que los niños no extrañan nuestras secuencias didácticas, nuestra formación continua, ni el material novedoso; no, los niños extrañan a los otros niños, extrañan reír juntos en el recreo, corretearse, compartir el lunch, hacer banditos y pelearse, reconciliarse, intercambiar tarjetas, tazos, lápices, estampas, comics, ideas, youtuberos favoritos, estrategias en los videojuegos. Los niños no perdieron clases, perdieron tiempo de ser, de estar, de vivir la infancia en compañía de sus pares.
Y nosotros, los maestros del absurdo, los representantes de la academia sin sentido, de las horas de salón que se llenan de ecuaciones vacías, de conceptos inasequibles, de lecciones que no aleccionaron a ninguno de nuestros alumnos para vivir en soledad estos días; nosotros, los docentes, no podemos admitir que le dimos un fundamento equivocado a nuestra labor, que hace mucho que la escuela no administra el conocimiento, la cultura viva. Desde que los niños aprendieron a buscar en Google lo que les gusta, Illich volvió a tener sentido. Y nosotros, los profes, intuimos en la intimidad de nuestras conciencias la necesidad de abandonar viejas prácticas, pero también tememos ser la voz que afirme y que señale un nuevo rumbo.
¿Qué más necesitamos para entender que las tareas no sirven para nada, que los exámenes alejan a los niños del verdadero conocimiento, que internet abrió las puertas a otra forma de aprender? ¿Por dónde caminamos, entonces? ¿Quién se atreve a seguir su intuición y a decir a sus alumnos: “Chicos, esto ya no sirve. Avancemos por acá para tratar de reinventar el sentido de la escuela”? ¿Será hasta que la revisión de trabajos virtuales vía fotografía, correos saturados, chats al tope, horas laborales de madrugada y crisis personales nos lleven a decir “¡Basta! ¡Esto es absurdo!”? La mayoría de los que nos dedicamos a la docencia amamos esta profesión, ¿será mucho atreverse a disfrutarla ahora en lo virtual, a identificar lo que nos está desgastando a nosotros y a nuestros alumnos y decidirnos a erradicarlo y a disfrutar de otra manera el placer de aprender, de conocer, de convivir?
Necesitamos aquellas pastillas de amnesia para levantarnos una mañana en total desconocimiento del currículum y poder dejar la angustia de “no estar avanzando” e inventarnos una sesión de clase DIFERENTE, olvidar las tareas y los exámenes y permitirnos evaluar todos los días y con criterios nuevos ¿Y los papás? Los padres de familia son al final seres humanos igual de perdidos que nosotros e igual de desgastados; buscadores de certeza. Démosles una: transformemos la forma y el contenido de nuestra labor y demos argumentos reales, verdaderos; valoremos nuestro expertiz adquirido en los años frente a grupo y desde ahí elaboremos propuestas, sin miedo.
Certezas, maestros, certezas. El maestro puede recuperar el sitio de sabiduría si nos armamos de experiencia y nos atrevemos a cambiar las cosas para nuestros alumnos.
Estamos atravesando una época singular, un tiempo absolutamente inesperado que nos abruma con su insistencia en la renovación, en la invención de nuevas formas de existir. No es únicamente en el ámbito educativo en el que nos hemos quedado sin certezas; es a todos los niveles. Ninguna teoría nos preparó para la distancia, y no sabemos si habrá tiempo de crear una apropiada, pues ni siquiera tenemos certeza de hasta donde habrá de prolongarse este tiempo de “excepción”. Estamos a casi un año de no haber podido volver a las aulas y aún esperamos que mañana, al abrir los ojos, la vida de contingencia, las muertes por Covid y el cubrebocas se hayan quedado en el cajón y entonces la vida de antes, las calles, las reuniones, las oficinas, las horas de tráfico, las visitas, los restaurantes, las películas en el cine, las escuelas estén de vuelta.
Y nadie puede decirnos nada que oriente el rumbo…, lo cierto es que, por lo menos en el ámbito educativo, es el mejor momento para atrevernos a renunciar al sistema anterior, que de por sí ya venía derrumbándose, para reconstruirlo, para proponer alternativas que incluyan todo lo nuevo que hoy nos ha permitido continuar a la distancia, pero, fundamentalmente, volver a cuestionarnos sobre lo que realmente esperan y necesitan los niños de siglo XXI, los ciberestudiantes, los pequeños tecnólogos… y sus maestros.